El viaje más largo empieza, siempre, con el primer paso
Somewhere Over the Rainbow
Todo empieza con un ordenador un día
cualquiera.
Y nueve años más tarde me veo montada
en un tren hacia, simplemente, el siguiente país... ya veremos cual
será.
Donde nueve años de distancia los pone
fin un avión, y consigo por fin, asociar un olor y una sensación a
nueve años de imaginación.
Un aeropuerto es el lugar donde, finalmente, continuaron nuestros, hasta ahora, siempre puntos suspensivos.
En una experiencia extraña en la que
despiertas en París, paras a comer en Bruselas y terminas durmiendo
en Amsterdam.
Donde los rostros que encuentras a tu
alrededor no se parecen en nada a los de casa y ni hablar del
idioma...
En un sin parar de días en los que
todo lo que necesitas cabe en una mochila que no pesa más de 10
kilos y tu posesión más preciada pasa a ser de nuevo algo hecho de
papel.
Me imagino como un punto en movimiento
en el mapa, marcando con la punta del lápiz el lugar en el que me
encuentro mientras trato de evitar echar la vista abajo y ver todo lo
que me separa de lo y los que conozco.
Al final, acabo cerrando el mapa por
esa línea que son los pirineos tratando de autoengañarme para así
negar la existencia de esa península durante los próximos 20
días...No vaya a ser que aparezcan tentaciones de volver a casa. Y eso es,
ahora mismo, totalmente impensable.
Necesito demostrarme a mí misma
que puedo hacer esto.
Sé que puedo salir de mi zona de confort y
disfrutarlo.
¡Y vaya si lo disfruté!
Quién me iba a mí a decir que un tren
puede ser tan cómodo y hacer las veces de casa.
Y las estaciones... con sus bancos
fríos, las que los tenían.
Esas horas de espera, esas voces
metálicas que anuncian tu tren, las carreras por entre los andenes y
el perfeccionamiento de la técnica de "esquivo o derribo"
en plena maratón.
Recuerdo la sensación de estar tan
cansada que dolía hasta reír, los chupitos de veneno en un karaoke
cualquiera y la bronca de la policía simplemente por no saber el
camino de vuelta a casa.
También recuerdo el silencio al
sabernos juntos el último día... El minuto que marca la diferencia
entre Budapest o Viena., la decisión de pedirle al viaje un día más
los tres juntos.
El evitar que fuera en Praga la
despedida, empeñados en retar al tiempo y, en definitiva a lo
inevitable, cogerle ventaja al destino, y dar el último abrazo entre
lágrimas, a punto de perder el último tren a las 6 de la tarde.
Separarnos en Roma y no parar de llorar
hasta Milán.
Expertos en apurar hasta el límite.
No he vuelto a coger un tren desde
entonces.
Pero a menudo me fijo en aquellos que los esperan en la
estación, y mentiría si dijera que no nos veo a nosotros tres
cantando y bailando, hablando de estadísticas o simplemente
escuchándonos hablar por teléfono con “dios sabe quién “ y
pensar “a saber qué coño le estará diciendo”.
Curarnos los
pies hinchados y aprender las manías y rituales de cada uno: el
brasileño siempre prefiere la litera de arriba y al colombiano le
cuesta despertarse una media de 40 minutos.
Esa mezcla de culturas que fueron los
veinte días en que se construyó nuestra torre de Babel.
En la que una
pregunta se hacía en castellano, se contestaba en portugués y se
vivía en inglés.
Pienso en nuestra aventura y no puedo
evitar llevar la cuenta de la hora en la que estaréis vosotros
cuando para mí son las 3 de la tarde. Joder ojalá fuera más fácil
quedar simplemente a tomar un café; ojalá no tuviera que
esperar años en volvernos a ver.
Un brasileño, un colombiano y una
española.
A saber cuándo se vuelven a ver...
...en una de éstas.
AMB